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EL HUEVO DE YEGUA

Vicente Burrel Guillén
Autor del artículo:   
Vicente Burrel Guillen


Tengo por cierta, porque así me la contó mi abuelo, esta extraordinaria historia que aquí voy a relatar, con asombroso desenlace en la Sierra de El Mon que La Puebla de Castro comparte con el vecino pueblo de Aguinaliu.



Me contó mi abuelo que los jóvenes hermanos Prudencio y Sebastián, del vecino pueblo de Aguinaliu, marcharon cruzando la montaña de El Mon, a la Feria de Barbastro, una de las Ferias ganaderas más importantes de Aragón. Llevaban prous cuartos (suficiente dinero) y el encargo de su padre de comprar una buena mula para aliviarles la pesada carga de las tareas del campo.

Dicen que Prudencio y Sebastián eran algo simplots, es decir, cortos de entendederas, y, en previsión de desastres, bien que les advirtió su padre que tuvieran cuidado de no ser engañados.

La sierra de El Mon. Foto tomada durante la construcción de los túneles en la carretera de la central que conduce, por el Congosto de Olvena (antiguamente denominado Tallada de Castro), a Barbastro. Foto facilitada por Casa Gul de La Puebla de Castro.

Llegaron con hora a la Feria de Barbastro y allí, poco acostumbrados a tanta gente, entre tantos puestos, con tanto alboroto, perdieron el oremus y se enferiaron, es decir, gastaron más de lo debido. Al cabo de un rato cargaban ya una talega llena de esquilas, navajas, abarcas, ramales, y otras variopintas zarandajas que habían comprado.

Los pertinaces rebuznos y relinchos de las caballerías de uno de los tratantes de bajes de la Feria, les recordó su misión. Y cayeron en la cuenta de que, descontando el dinero gastado, no les alcanzaban los cuartos para ninguna de las mulas y machos a la venta.

Qué desespero el de estos hermanos. No podían volver a casa sin la mula. Sebastián chemecaba (gemía) recordando las veces que el padre les había zurrado la badana y Prudencio pronosticaba un fatal desenlace: “¡ay nino (chico), pobres de nusotros (nosotros), menudo batán mos (nos) espera…!”

Tanto lamento despertó el interés de un hortelano vivales que allí exponía a la venta sus verduras: “¡Zagals (zagales), tos siento sulsí (os noto angustiados)!, ¿qué tos (os) pasa…?”. Los hermanos, confiados, le contaron su desgracia. Y aquel hombre, fingiendo apiadarse de tanta tragedia, les ofreció venderles, por el dinero que les quedaba, un huevo de yegua. “¡¿Vende usté (usted) guegos (huevos) de yegua…?!”, preguntó, entre sorprendido y aliviado, Prudencio.

Ignorantes de cómo podía ser un huevo de yegua si tales los hubiera, los dos hermanos aprovecharon la oportunidad que se les ofrecía e hicieron negocio.

El avieso vendedor retiró la tela que cubría una cesta donde, envuelto por abundante paja, guardaba el socorrido y misterioso huevo de yegua. Les previno que debían trasladarlo con sumo cuidado, pues iba muy adelantada su incubación y, en tres o cuatro días a lo más, la potranca rompería el cascarón. El hortelano, delicadamente, apartó con sus manos la paja, dejando a la vista de los ilusionados hermanos un hermosísimo melón. Con la misma delicadeza, lo acomodó en la alforcha (alforja) de Prudencio, recubriéndolo de paja.

El huevo de yegua. Autor de la foto: Pedro Bardají Suárez.

Que contentos marcharon Prudencio y Sebastián cara a casa. Prudencio llevaba, pegada al cuerpo, para darle calor, la alforja con el preciado huevo de yegua dentro, y, Sebastián, cargaba con la talega de útiles y baratijas. 

Subiendo la sierra de El Mon dilucidaron que, al llegar al pueblo, la persona más indicada para acobar (incubar) el huevo de yegua habría de ser su aguela (abuela) Agustina, mujer un tanto imposibilitada y bastante fondona que, con toda seguridad, se aprestaría gustosa al cometido de permanecer inmovilizada, acobando (incubando) al huevo bajo sus sayas, no más de tres o cuatro días según pronosticó del vendedor, hasta que la potranca se decidiera a romper el cascarón y llegar a este mundo.

Habiendo cruzado la sierra, ya de bajada y cercanos a Aginaliu, el entusiasmo y contento de esta pareja de feriantes se vino al traste al dar Prudencio una pisada en falso, o un tropezón, que para el caso es lo mismo, cayéndose al suelo y con él la alforja, de cuyo interior, por la inercia del golpe, salió despedido el melón, quiero decir, el huevo de yegua, que comenzó a rodar camino abajo. “¡Corre Sebastián, corre, tiens (tienes) qu’alcanzá el guego (que alcanzar el huevo) antes que se malmeta…!”, gritaba desesperado Prudencio desde el suelo.

El huevo, rodando cuesta abajo, salió del camino en una curva y se enfiló a estrellarse contra un pedrusco, bajo el que se encontraba una liebre encamada durmiendo.

Prudencio se levantó del suelo y siguió a su hermano Sebastián que corría tras el huevo rodante, sin poder evitar que, al golpear contra el pedrusco, se abriera el melón en dos mitades. Al punto, con el ruido del golpe, saltó sobresaltada la libre, zigzagueando espantada cerro abajo sin que llegaran a alcanzarla. “¡Aprisa Sebastián, que ya saliu (ha salido) del guego la potranca, encorréela, que no se mos (nos) escape…!”, gritaba Prudencio a la zaga de su hermano.


Liebre ibérica. Foto de http://lacanadawx.blogspot.com.es

Y allí quedaron sin consuelo los dos hermanos, llorando tan gran pérdida: “¡Que desenvuelta habría siu (sido) pa trillá (para trillar)… y qué rápida pa llabrá (para labrar)… qué contento habise estau (habría estado) padre…!”, se decían, apenados, el uno al otro. Y volvían a recordar, entre suspiros, lo corredera y espabilada que la habían visto nacer, a la prematura potranca, tras romperse accidentalmente el huevo.

Hasta aquí llega la historia que me contó mi abuelo. No sabemos, pero podemos imaginar, la cara y respuesta del padre cuando estos hijos se presentaran en casa, sin dinero, sin la caballería que habían salido a comprar, con un saco de baratijas y contando una historia tan increíble como la que acabáis de leer.






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